lunes, 13 de abril de 2009

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Amanda Ester López nació el 25 de julio de 1966 en la cama de su madre, Amanda López, donde no fue concebida. Una hora después era huérfana. Su abuela materna, Ester, volvió con ella, a los tres días, a la casa de sus patrones en la capital. Los señores, Ernesto y Ángela, le permitieron tenerla, con la condición de que no significara su presencia una distracción en las tareas domésticas de Ester o en las del resto del personal. Fue por esto que Amanda, como se ufanaba la abuela, aprendió solita a no llorar al mes de haber llegado a Buenos Aires.

No sabemos de su infancia más que breves incidentes que pasaron desapercibidos para los dueños de casa y el resto de la servidumbre, como aquella vez, la primera, que Amanda, que contaría los tres años, entró por error o por descuido en la habitación de Ernesto, su refugio como él lo llamaba, su guarida como le oyeron decir a su anciana mujer, entonces todavía con vida.

Pero no vamos a hablar ahora de esto, sino de sus 15 años cuando supo, en esa misma habitación, que Ernesto tenía como única actividad la taxidermia y que  el mismo trato que recibían en su refugio los animales le sería dado a la Señora Ángela, pero por un profesional, esa misma tarde. 

Amanda no sintió su deceso, apenas se habían tratado los últimos tiempos cuando corría las cortinas de la habitación y le cambiaba la chata. Tampoco se sintió conmovida al observar la incontable cantidad de animales domésticos, tiesos en las vitrinas de roble mandadas a construir especialmente del piso al techo, ni los abiertos y desollados sobre la mesada, ni el olor a muerte concentrada entre la puerta y la ventana sellada, ni la voz áspera  de Ernesto que los observaba como quién recorre los estantes de una biblioteca repleta de obras maestras tratando de fijar el nombre escrito en cada uno de sus lomos.

 No, ni la voz aguda del joven viudo ordenándole desvestirse, ni el involuntario rose del batón sobre sus muslos la conmovieron. Desnuda e imperturbable permaneció de pié  junto a la mesada con la vista fija en la ventana, como si pudiera ver el cielo negado a través de los postigones, hasta que la misma vos de niño ronco que le ordenó desvestirse le ordenó vestirse nuevamente. "Rápido" le dijo " tu piel no me sirve".

 

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