viernes, 29 de mayo de 2009

5

Oye correr el agua.

Luego la pava sobre el fuego y olor a pan tostado.

Después Natalia, que tararea, se acerca a la cama y le da un beso en la frente. No recuerda haberla llamado.

_ ¿Desayunas?

_ Si.

_ ¡Temblabas de frío!

_ ¿Ah sí?

_ Te traigo el desayuno.

No recuerda haberla llamado.

Tiene el pijama puesto. Su ropa, apenas húmeda cuelga de una silla.

_ ¿A dónde fuiste anoche?

_ Estuve acá. Trabajando.

_ ¿Si? Te llamé. No contestabas. Te dejé dos mensajes. ¿No los escuchaste?

_  No.

_ ¿Te sentís mejor?

_ No fuiste a trabajar, Nat.

Daniel se quita de encima la frazada y el acolchado. Suda. “¿Cuándo llegó?” Se calza las pantuflas.

_ No, Dan. ¿Querés con dulce?

_ Escribí un capítulo completo.

_ ¡Good! ¿Queso?

_ Si. Hay un personaje nuevo. Una mujer. Es intrigante. Ya vas a ver.

_ ¿Un personaje?

_ En la novela, en mí novela.

_ Que bueno.  Sí. ¿Llegas a cumplir el plazo del libro, no?

“¡Qué carajo me importa!”_ No se. No se. Si, yo creo, que si. ¿Tu viejo te pregunto otra vez?

_ Sí, Dan. ¿Otra?

 

Hacen un largo silencio. Daniel se pone pié. Camina hasta la ventana. La persiana del estacionamiento está levantada.  Una mujer que lleva colgada del antebrazo la bolsa de las compras conversa con un hombre bajito, de bigotes, en la vereda.  Parecen preocupados.

 

_ ¡El gordo no está!

_ ¿No escuchaste nada, Dan? Te dormiste profundo, darling.

_ ¿Qué cosa?

_La policía y la ambulancia. Se lo llevaron grave y murió en el camino. Un infarto.

 

Daniel vuelve a la cama.

 

_ No me siento bien.

_ ¡Ay Dan! Estás volando de fiebre.

4

El techo debe ser muy alto.

Héctor repite un texto, para sí, un texto que en principio no tiene para él ningún sentido, pero que trae a su memoria un grabador de voz y la redacción de un diario.

La casa se hunde en los terrenos de una vía muerta, entre la ochava y el terraplén, en un callejón sin salida, frente al paredón de los talleres ferroviarios.  Fue  pensada con una torre que hoy está en ruinas. Es una casa de dos pisos, con sótano. La planta baja parece atravesar el terraplén. Pensaría que continúa del otro lado, si no hubiera cruzado para comprobar lo contrario y encontrarme con los inútiles galpones de un almacén abandonado que juntan ratas, las únicas que transitan la vía a gran velocidad.

Las manzanas linderas pertenecen al club de pato. A una cuadra el puente. Un poco más lejos la antigua estación de trenes con pretensiones de museo”. 

_Click- dice Héctor en la oscuridad para oír su voz, e imita el gesto de su dedo en el botón del grabador

_Click- repite y una luz tenue se dibuja en una línea, abajo, a ras del piso que apenas se vislumbra, delante de él.

Hace silencio. Se oyen pasos rápidos. La luz se corta en varios tramos “-Pies que se mueven”- piensa Héctor. La luz se va.  

Ahora sabe que delante de él hay una puerta. 

lunes, 25 de mayo de 2009

3

                   Hace una hora que la cortina metálica está baja. Es la primera vez en un año. Daniel fue al baño y al volver a su escritorio ya estaba así.  La máquina de café exuda vapor. La habitación está húmeda y pegajosa. Está por llover. Debe trabajar  toda la noche. Una taza más.  Se levanta. Bosteza. Estira los brazos y las piernas. La cortina baja es un misterio que lo aleja del teclado. Se sirve una taza caliente, el café está espeso y amargo.

              Desde la ventana de su departamento, el primer piso de un triste edificio de once, que compró como oficina cuando todavía tenía casa,  Daniel, observa desde hace un año a un hombre mohoso que lee el diario en la garita de un estacionamiento, enfrente. En la oscuridad puede distinguir sus manos obesas cuando están en movimiento, lo ve salir a la puerta del garage,  rascarse la cabeza, mirar el enorme reloj en su muñeca, estirase y volver a entrar. Envidia su rutina. Sabe que la cortina metálica está siempre levantada y la luz de la garita encendida y encuentra allí una plácida compañía ni bien se sienta a escribir. Daniel es escritor o lo era antes de Natalia o antes del padre de Natalia y los libros de autoayuda o antes de que pensara que vivir de escritor era igual a escribir cualquier cosa por lo que le pagaran o ahora es escritor y antes quién sabe lo que era. Lo que sí sabemos es que desde hace una hora la cortina metálica del estacionamiento de enfrente está baja y Daniel desconoce la razón.

                Debe trabajar. Toda la noche. Tipea, una o diez palabras, una o diez oraciones y la imagen del gordo, así le dice Daniel, para sí, se cuela en su libro “Diez razones para ser feliz” lo desvirtúa, lucha por convertirlo en otro texto, un texto invendible, inacabado.  La máquina de café exuda vapor.  Daniel saca un cuaderno cuadriculado, roto, del cajón del escritorio. Escribe velozmente, inclinado sobre el cuaderno, cubriéndolo con el cuerpo, como si delinquiera en su desliz, como si lo vigilaran unos ojos ocultos entre su cama de dos plazas revuelta y la kichinet. Escribe, una, diez hojas con letra perfecta y apretada hasta que el penetrante vagido de una bocina lo sobresalta seguido del berrido de un  motor. Después el silencio y nuevamente bocinazos.

                   Los gritos de un hombre lo incitan a apagar la luz de la habitación y apoyar la frente en el vidrio.  Llueve. El hombre saca su cabeza canosa por la ventanilla del auto. Audi, negro.

                   Por un instante Daniel recuerda que debió llamar a Natalia a las diez y comienza a sonar su teléfono. Enciende la luz de la lámpara, sobre su mesa de trabajo.  Su reflejo en la ventana lo revela un poco más delgado, aún con panza, el suéter gris desabotonado, una mano tras la espalda a la altura de la cintura y en la otra el tazón de café. Se acomoda los anteojos apenas torcidos. Un relámpago ilumina la calle. El hombre canoso y alto está de pié junto a la persiana metálica. Daniel se acerca a la ventana para ver. Truena. El teléfono deja de sonar. Un sin fin de gotas se hacen visibles en contacto con el agua que no deja de correr junto al cordón. El hombre canoso y alto sigue en la vereda. Empapado. Con el puño cerrado golpea la cortina metálica.  Daniel abre la ventana para oírlo gritar “_ ¡AMANDA!”  Y después otras palabras incomprensibles.

                  La lluvia se hace más violenta. La cortina gris se sacude con la fuerza del puño. Daniel piensa en la desmesura de aquella escena, en el puño del canoso, en la cortina metálica baja. Bebe su café. Volvería a trabajar pero la pequeña puerta de la persiana se destraba, generando un efecto de ola que detiene el puño del canoso y a Daniel.

                Ambos pueden ver primero las uñas mochas, que se adivinan sucias, y los dedos regordetes del gordo abriéndole violentamente la puertita a una mujer, que como empujada por el culo, saca primero la cabeza rubia y despeinada, un brazo desnudo casi transparente, las medias negras corridas. Nuevamente se hace oír la voz ronca del canoso, que  de una sacudida cierra la pequeña puerta dejando al gordo del lado de adentro. Entonces Daniel  asoma la cabeza por la ventana. Suena un cachetazo y la joven mujer no llora. Solo desvía la mirada  y lo ve, se lo queda mirando, el canoso también, mientras la arrastra al auto, la empuja adentro y Daniel cierra la ventana.

                   Se escucha la puerta que se cierra con violencia. Después la otra y el motor que arranca y el corazón de Daniel que no deja de latirle en las sienes. Le tiemblan las manos. Tanto que abandona la tasa de café. Escribir. Ya se alejan. Aquellos ojos oscuros. Las piernas largas, delgadas. El rostro hermoso y desencajado bajo la lluvia. La desnudez de los brazos.  Ya no podría seguir escribiendo.  Vuelve a sonar el teléfono.  Esa  blusa pegada al cuerpo bajo la lluvia, su mirada, los labios apretados, pálida. Escribiría, sí. El teléfono sigue sonando y Daniel sale,  con la lluvia, así como está, de suéter gris y  pantuflas cruza la calle. Se para en la vereda a mirar  la cortina metálica baja, con los pies fríos y húmedos. Absurdo. Desorientado. ¿Qué busca? ¡Que locura!  Una mujer, otra, que vuelve del trabajo con la ropa empapada y el paraguas roto, al verlo cruza de vereda. Asusta. Pero ahora ya sabe, sí, ya sabe. Lo que quiere es ver su ventana. Cómo se ve su ventana desde la vereda de enfrente.  La débil luz de la lámpara apenas ilumina la pieza, pero se ven la lámpara y su ordenador, inmóviles, sobre el escritorio. Entonces ella pudo verlo. ¿Pudo verlo? Se queda allí parado por dos horas. Mirando. Tratando de ver.  Nada más.  Llueve.

                      Daniel  se saca las pantuflas al entrar al departamento. Está empapado. Se desviste y se mete en la cama.

                    Al día siguiente tendrá fiebre.

 

 

 

lunes, 27 de abril de 2009

2

Está oscuro y le duele la cabeza, desde la nuca el dolor le abraza las sienes como una tenaza que aprieta una rosca enorme, una rosca que debe pasarle por la nariz y el mentón a presión,  que le tiene que llegar al cuello. Una voz que no parece la suya susurra en su cabeza “ Soy un perro y van a sacarme a pasear”, esa voz repite la sentencia después de otras voces, como en una misa de domingo, otras voces que dicen “ Sos un perro y vamos a sacarte a pasear”, voces desconocidas, un susurro que aturde  “Soy un perro,sos un perro, a pasear, vamos a sacarte, perro…”

       - Como a un perro…- y  la baba le cuelga de la boca entreabierta.

 Esta sentado, sudoroso, aferrado a los flecos de una manta que le deja al descubierto los pies. Los siente helados. Se acurruca. Esta oscuro y le duele la cabeza.

Esta no es su cama. Da un salto pero el vacío de la habitación oscura lo hace retroceder. Nuevamente acurrucado sobre el colchón estrecho hacer el esfuerzo de ver en la oscuridad.

-          Los músculos oculares…- murmura y su voz retumba.

El techo debe ser muy alto.

 

lunes, 13 de abril de 2009

1

Amanda Ester López nació el 25 de julio de 1966 en la cama de su madre, Amanda López, donde no fue concebida. Una hora después era huérfana. Su abuela materna, Ester, volvió con ella, a los tres días, a la casa de sus patrones en la capital. Los señores, Ernesto y Ángela, le permitieron tenerla, con la condición de que no significara su presencia una distracción en las tareas domésticas de Ester o en las del resto del personal. Fue por esto que Amanda, como se ufanaba la abuela, aprendió solita a no llorar al mes de haber llegado a Buenos Aires.

No sabemos de su infancia más que breves incidentes que pasaron desapercibidos para los dueños de casa y el resto de la servidumbre, como aquella vez, la primera, que Amanda, que contaría los tres años, entró por error o por descuido en la habitación de Ernesto, su refugio como él lo llamaba, su guarida como le oyeron decir a su anciana mujer, entonces todavía con vida.

Pero no vamos a hablar ahora de esto, sino de sus 15 años cuando supo, en esa misma habitación, que Ernesto tenía como única actividad la taxidermia y que  el mismo trato que recibían en su refugio los animales le sería dado a la Señora Ángela, pero por un profesional, esa misma tarde. 

Amanda no sintió su deceso, apenas se habían tratado los últimos tiempos cuando corría las cortinas de la habitación y le cambiaba la chata. Tampoco se sintió conmovida al observar la incontable cantidad de animales domésticos, tiesos en las vitrinas de roble mandadas a construir especialmente del piso al techo, ni los abiertos y desollados sobre la mesada, ni el olor a muerte concentrada entre la puerta y la ventana sellada, ni la voz áspera  de Ernesto que los observaba como quién recorre los estantes de una biblioteca repleta de obras maestras tratando de fijar el nombre escrito en cada uno de sus lomos.

 No, ni la voz aguda del joven viudo ordenándole desvestirse, ni el involuntario rose del batón sobre sus muslos la conmovieron. Desnuda e imperturbable permaneció de pié  junto a la mesada con la vista fija en la ventana, como si pudiera ver el cielo negado a través de los postigones, hasta que la misma vos de niño ronco que le ordenó desvestirse le ordenó vestirse nuevamente. "Rápido" le dijo " tu piel no me sirve".