lunes, 25 de mayo de 2009

3

                   Hace una hora que la cortina metálica está baja. Es la primera vez en un año. Daniel fue al baño y al volver a su escritorio ya estaba así.  La máquina de café exuda vapor. La habitación está húmeda y pegajosa. Está por llover. Debe trabajar  toda la noche. Una taza más.  Se levanta. Bosteza. Estira los brazos y las piernas. La cortina baja es un misterio que lo aleja del teclado. Se sirve una taza caliente, el café está espeso y amargo.

              Desde la ventana de su departamento, el primer piso de un triste edificio de once, que compró como oficina cuando todavía tenía casa,  Daniel, observa desde hace un año a un hombre mohoso que lee el diario en la garita de un estacionamiento, enfrente. En la oscuridad puede distinguir sus manos obesas cuando están en movimiento, lo ve salir a la puerta del garage,  rascarse la cabeza, mirar el enorme reloj en su muñeca, estirase y volver a entrar. Envidia su rutina. Sabe que la cortina metálica está siempre levantada y la luz de la garita encendida y encuentra allí una plácida compañía ni bien se sienta a escribir. Daniel es escritor o lo era antes de Natalia o antes del padre de Natalia y los libros de autoayuda o antes de que pensara que vivir de escritor era igual a escribir cualquier cosa por lo que le pagaran o ahora es escritor y antes quién sabe lo que era. Lo que sí sabemos es que desde hace una hora la cortina metálica del estacionamiento de enfrente está baja y Daniel desconoce la razón.

                Debe trabajar. Toda la noche. Tipea, una o diez palabras, una o diez oraciones y la imagen del gordo, así le dice Daniel, para sí, se cuela en su libro “Diez razones para ser feliz” lo desvirtúa, lucha por convertirlo en otro texto, un texto invendible, inacabado.  La máquina de café exuda vapor.  Daniel saca un cuaderno cuadriculado, roto, del cajón del escritorio. Escribe velozmente, inclinado sobre el cuaderno, cubriéndolo con el cuerpo, como si delinquiera en su desliz, como si lo vigilaran unos ojos ocultos entre su cama de dos plazas revuelta y la kichinet. Escribe, una, diez hojas con letra perfecta y apretada hasta que el penetrante vagido de una bocina lo sobresalta seguido del berrido de un  motor. Después el silencio y nuevamente bocinazos.

                   Los gritos de un hombre lo incitan a apagar la luz de la habitación y apoyar la frente en el vidrio.  Llueve. El hombre saca su cabeza canosa por la ventanilla del auto. Audi, negro.

                   Por un instante Daniel recuerda que debió llamar a Natalia a las diez y comienza a sonar su teléfono. Enciende la luz de la lámpara, sobre su mesa de trabajo.  Su reflejo en la ventana lo revela un poco más delgado, aún con panza, el suéter gris desabotonado, una mano tras la espalda a la altura de la cintura y en la otra el tazón de café. Se acomoda los anteojos apenas torcidos. Un relámpago ilumina la calle. El hombre canoso y alto está de pié junto a la persiana metálica. Daniel se acerca a la ventana para ver. Truena. El teléfono deja de sonar. Un sin fin de gotas se hacen visibles en contacto con el agua que no deja de correr junto al cordón. El hombre canoso y alto sigue en la vereda. Empapado. Con el puño cerrado golpea la cortina metálica.  Daniel abre la ventana para oírlo gritar “_ ¡AMANDA!”  Y después otras palabras incomprensibles.

                  La lluvia se hace más violenta. La cortina gris se sacude con la fuerza del puño. Daniel piensa en la desmesura de aquella escena, en el puño del canoso, en la cortina metálica baja. Bebe su café. Volvería a trabajar pero la pequeña puerta de la persiana se destraba, generando un efecto de ola que detiene el puño del canoso y a Daniel.

                Ambos pueden ver primero las uñas mochas, que se adivinan sucias, y los dedos regordetes del gordo abriéndole violentamente la puertita a una mujer, que como empujada por el culo, saca primero la cabeza rubia y despeinada, un brazo desnudo casi transparente, las medias negras corridas. Nuevamente se hace oír la voz ronca del canoso, que  de una sacudida cierra la pequeña puerta dejando al gordo del lado de adentro. Entonces Daniel  asoma la cabeza por la ventana. Suena un cachetazo y la joven mujer no llora. Solo desvía la mirada  y lo ve, se lo queda mirando, el canoso también, mientras la arrastra al auto, la empuja adentro y Daniel cierra la ventana.

                   Se escucha la puerta que se cierra con violencia. Después la otra y el motor que arranca y el corazón de Daniel que no deja de latirle en las sienes. Le tiemblan las manos. Tanto que abandona la tasa de café. Escribir. Ya se alejan. Aquellos ojos oscuros. Las piernas largas, delgadas. El rostro hermoso y desencajado bajo la lluvia. La desnudez de los brazos.  Ya no podría seguir escribiendo.  Vuelve a sonar el teléfono.  Esa  blusa pegada al cuerpo bajo la lluvia, su mirada, los labios apretados, pálida. Escribiría, sí. El teléfono sigue sonando y Daniel sale,  con la lluvia, así como está, de suéter gris y  pantuflas cruza la calle. Se para en la vereda a mirar  la cortina metálica baja, con los pies fríos y húmedos. Absurdo. Desorientado. ¿Qué busca? ¡Que locura!  Una mujer, otra, que vuelve del trabajo con la ropa empapada y el paraguas roto, al verlo cruza de vereda. Asusta. Pero ahora ya sabe, sí, ya sabe. Lo que quiere es ver su ventana. Cómo se ve su ventana desde la vereda de enfrente.  La débil luz de la lámpara apenas ilumina la pieza, pero se ven la lámpara y su ordenador, inmóviles, sobre el escritorio. Entonces ella pudo verlo. ¿Pudo verlo? Se queda allí parado por dos horas. Mirando. Tratando de ver.  Nada más.  Llueve.

                      Daniel  se saca las pantuflas al entrar al departamento. Está empapado. Se desviste y se mete en la cama.

                    Al día siguiente tendrá fiebre.

 

 

 

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